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¡Basta de dramatizar!

Una persona me llamó un día por teléfono y me dijo: —Necesito verle urgentemente. Estoy fatal. Estoy a punto de dejarlo todo y volverme a casa con mis padres. ¡Ya no aguanto más! Eva era una chica de 25 años, profesora de educación infantil, y se había trasladado a Barcelona por trabajo dos años atrás. Le di cita lo antes que pude. Al día siguiente, cuando la tuve delante de mí, me explicó lo siguiente: —Sé que lo tengo todo: un trabajo que me gusta, un novio que me quiere, soy guapa, me gusta la música, la moda…, pero lo que me ha arruinado la vida es ¡la altura!.

 

Entre lágrimas, me contó que se veía muy bajita (medía alrededor de un metro cincuenta) y que era algo que no podía soportar. Sobre todo, el hecho de parecer enana, aunque en realidad sus proporciones eran adecuadas. De hecho, era una mujer especialmente hermosa. —Estoy al máximo de ansiedad. No paro de darle vueltas al asunto. Dime que no soy tan bajita. ¡Necesito que alguien me suba la autoestima! Eva me explicó que, desde la adolescencia, había tenido ese «complejo de bajita» y, desde entonces, siempre llevaba unos tacones enormes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De hecho, no dejaba que nadie la viese sin ellos. ¡Ni siquiera su novio! Cuando dormían juntos, ella se levantaba de la cama posándose directamente sobre sus zapatos de tacón dispuestos estratégicamente al lado de la cama. Su miedo a que la viesen con su altura real era tan grande, que a los 16 años se inventó una enfermedad para no tener que ir a la playa. Le había dicho a todo el mundo que era alérgica al sol y, desde entonces, no había vuelto al mar. —Cuando camino por la calle, evito mirarme en los escaparates porque no soporto ver mi reflejo y darme cuenta de lo pequeña que soy. En el colegio donde enseño paso mucha vergüenza cuando agrupamos a los niños en filas: ¡muchos son más altos que yo! Tengo una angustia continua. Dime que soy normal, por favor; convénceme o me voy a volver loca. La primera sesión con Eva fue un poco difícil porque le tuve que decir algo que no le gustó.

 

Ella me indicaba el camino del tratamiento, esto es, que le dijese que era «normal», algo que le había aliviado un poco con una terapeuta que había tenido en el pasado, pero le repliqué: —Yo no te voy a decir eso nunca, Eva, porque tú no eres normal. Lo cierto es que eres muy bajita, casi enana. La paciente se puso blanca. No podía creer lo que estaba oyendo, pero insistí: —Eres muy bajita. Naciste así. Y eso es un defecto, es cierto, pero no es un hecho terrible. Quiero que entiendas esto: pese a ser bajita, podrías ser muy feliz. ¿Es que los enanos no pueden ser felices? Eva empezó a llorar. No podía asumir la idea de parecer enana y, mucho menos, ser feliz con ello. Pero así fue como empezamos a trabajar y, sesión tras sesión, fuimos ganándole terreno a la «neura».

 

Unos dos meses después, Eva ya se encontraba mucho mejor. Ya no estaba todo el día pensando en su altura, sólo esporádicamente. Pero un buen día llegó a la consulta y dijo: —¿Sabes, Rafael? ¡Creo que ya estoy curada del todo! —¿Sí? ¡Fantástico! ¿Por qué estás tan segura? —repliqué con curiosidad. Eva me miró con picardía y levantó una pierna para enseñarme un pie. Llevaba unas novísimas zapatillas Nike. —¡Vaya! —le dije—. ¡No llevas tacones! —Sí, es la primera vez desde niña que llevo zapato plano. ¿Qué te parece? El sábado pasado fui a una zapatería y compré estas bambas y unos zapatos de vestir monísimos, de suela plana. Llegué a casa, cogí una bolsa de basura tamaño industrial y metí dentro todos los zapatos de tacón que tengo.

 

Salí a la calle y ¡los tiré todos a un contenedor! —dijo emocionada. —¡Anda! ¿Y cómo te sentiste? —pregunté. —¡Genial! ¡Y me pasé toda la mañana paseando por la ciudad! Fue estupendo. Fue como decirme: «¡Al cuerno con la altura! Voy a ser feliz con mi estatura y quien no lo entienda así, es su problema, no el mío». Sonreí. Me encantaba lo que Eva me estaba contando. Simplemente, se había deshecho de su creencia irracional, esa que le estaba arruinando la vida: la idea de que ser muy bajita —casi enana— es horroroso, una vergüenza, una desgracia.

 

Eva añadió que aquel mismo día, «el día de su liberación», como lo había bautizado, tenía una cita con su novio y eso le producía cierta inquietud. —Quedamos en un bar. Yo estaba un poco nerviosa, aunque no mucho. Él me empezó a explicar un problema que tenía en el trabajo con su jefe.

 

Entonces le interrumpí, me armé de valor y me puse de pie. Le señalé mis pies. —¿Y…? —pregunté, aunque me imaginaba la respuesta. —Tras unos segundos que me parecieron eternos, me dijo: «Qué zapatillas más chulas, te quedan muy bien; pero déjame que te acabe de explicar el problema con mi jefe». ¡Ahí estaba! Su novio no le había prestado atención a su cambio de apariencia. Es decir, no le importaba su altura. Eva concluyó: —¿Sabes?, en ese momento, pensé: «¡Qué tonta he sido! ¡La altura jamás ha importado y te aseguro que a mí no me volverá a importar!».

 

En este capítulo hemos aprendido que:
1. Si nos detenemos a pensar sobre la realidad, nos damos cuenta de que, muchas veces, exageramos la relevancia de las adversidades.
 2. Esa exageración tiene consecuencias emocionales nocivas.
 3. Aprender a evaluar lo que nos sucede con realismo y objetividad nos hace más fuertes y tranquilos.
 4. Uno de los mejores criterios para saber si algo es «un poco malo» o «muy malo» es preguntarse: «¿En qué medida eso me impide hacer cosas valiosas en mi vida?».



 

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