
Preferencias en vez de exigencias

La historia del conductor alterado 7.45 de la mañana. Era la tercera vez que sonaba el despertador y Eusebio, ahora sí, abrió los ojos dispuesto a levantarse de la cama. «¡Mierda, ya es tarde, más vale que me espabile o voy a llegar tarde a la reunión!» A Eusebio le gustaba dormir y no era raro que se retrasase, pero también podía ser muy rápido arreglándose y desayunando y eso fue lo que hizo. A las 8.15 ya estaba dentro del coche camino de las oficinas donde iba a tener lugar la reunión.
Tan sólo iba a llegar diez minutos tarde, pero tenía que darse prisa. Sin embargo, a la altura de la Gran Vía, a las 8.30, se encontró con un atasco. Diez minutos después, empezó a pensar: «¡Hay que fastidiarse! Voy a llegar supertarde otra vez. ¡Todo es culpa de ese maldito alcalde que tenemos! Con la de impuestos que pagamos y no es capaz de poner orden en la ciudad. ¡Vaya tráfico de mierda! ¡Si lo tuviese delante, se iba a enterar!»…
Por lo general, Eusebio era un hombre educado, pero en determinadas situaciones podía soltar, para sus adentros, todo tipo de tacos e insultos. Esa mañana se estaba poniendo realmente nervioso. La tensión arterial le empezó a subir y sintió que la temperatura de su cuerpo ascendía haciendo que empezase a transpirar ya a esas horas. En un momento dado, el tráfico empezó a circular y Eusebio le dio fuerte al acelerador para colarse por un carril desocupado y avanzar terreno. En ese preciso instante, otro conductor hizo la misma maniobra e invadió el mismo carril: ¡unos centímetros más y los dos coches hubiesen colisionado! A Eusebio le dio un vuelco el corazón, abrió la ventanilla y gritó: —¡Mira por dónde vas, hombre! Y el otro conductor, en vez de disculparse humildemente, respondió: —¡Vete al infierno, calvo del copón! —Y desapareció acelerando por el carril de la derecha. Eusebio se hacía cruces con lo que acababa de oír. ¡Cómo podía haberle dicho eso! ¡Pero si había sido culpa suya! Y pensó: «¡Qué falta de educación! ¡Dónde iremos a parar!
El mundo se ha vuelto un sitio horroroso, la gente ya no tiene modales ni le importa nada. Da asco. ¡Me tendría que ir a un país civilizado como Alemania porque los españoles son unos bestias maleducados! A tipos como ése habría que darles una lección»… Pensando en todo esto, a Eusebio le volvió a subir la tensión. ¡Y todavía no eran las nueve de la mañana! En esos momentos ya estaba sudando a mares y una aguda sensación de malestar en el estómago fue tomando fuerza. A las 9.30 llegó al lugar de la reunión. Llegaba veinte minutos tarde. Nervioso, Eusebio empezó a buscar aparcamiento, pero, ¡vaya día!, no encontraba ningún espacio libre.
Después de un cuarto de hora dando vueltas, ya se estaba poniendo de ¡verdadero! mal humor. Su diálogo interno era algo así: «¡Odio esta ciudad! ¡Con todos los impuestos que pago y no hay un condenado lugar para aparcar ni un puñetero parking! Si tuviese delante al alcalde le daría tantos sopapos que no lo reconocería ni su madre. ¡Inútil desgraciado!». Para entonces, el escozor en el estómago era intenso y empezaba a sumársele un insidioso dolor de cabeza. Casi podía escuchar su propio corazón de lo fuerte que latía. Su ira estaba descontrolada. Pero, por fin, vio un espacio en un chaflán. Era un aparcamiento de tiempo limitado, pero Eusebio decidió dejar el coche allí. Total, la reunión duraría poco tiempo y ya estaba harto de buscar. Así que aparcó rápidamente y entró corriendo en el edificio donde le esperaban para la reunión.
Aquel encuentro de trabajo era cosa fácil, pero el jefe llegó con una nueva orden del día y la cosa se alargó. Se quedaron todos a comer y a nuestro hombre le sentó fatal la comida. Siempre que se estresaba se le revolvía el estómago. Pensó para sus adentros: «Menudo capullo tengo por jefe. Cambia los temas de la reunión cuando le da la gana y por su culpa tengo que comerme esta fritanga».
Por la tarde, exhausto, Eusebio se despidió de sus colegas y se dispuso a volver a casa y darse un merecido descanso. Había sido un día muy duro, pero en un ratito estaría en su sofá con una copa de vino en la mano. Lo que no sabía nuestro protagonista es que, al ir a buscar el coche, se encontraría en su lugar una pegatina triangular en el suelo. ¡Se lo había llevado la grúa! Una losa de mármol cayó sobre su cabeza. Despotricando salvajemente, cogió un taxi y se dirigió al depósito de coches. Cuando llegó al lugar, tenía ganas de llorar.
Finalmente, recuperó el coche y volvió a casa. Su mujer le esperaba con la cena. —Cariño, pero ¿cómo llegas tan tarde? —le preguntó. —No sabes qué día he tenido. Ha sido horroroso —dijo él, y empezó a explicar todo lo sucedido. Al acabar, ella señaló: —Bueno, Eusebio. ¡Es la tercera vez este mes que se te lleva el coche la grúa! ¡Pon más cuidado, hombre! Por la noche, nuestro hombre se metió en la cama y apagó la luz de la mesita de noche para terminar con aquel día de perros. Dos horas más tarde, volvió a encenderla: no podía dormir. Su mente no paraba de darle vueltas al siguiente pensamiento: «Mi mujer tiene razón: la culpa de todo es sólo mía. ¡Soy un desastre! ¿Cuándo aprenderé? Su último pensamiento antes de conciliar finalmente el sueño fue: «¡Qué difícil es la vida, por Dios!».
En este capítulo hemos aprendido que:
1. Existen millones de creencias irracionales, pero se pueden agrupar en: «yo debo», «tú debes», «el mundo debe».
2. Las creencias irracionales surgen de exigencias fantasiosas.
3. Necesitamos muy poco para estar bien.
4. Cada necesidad inventada es una fuente de debilidad.