
Modelaje

Otra técnica que empleo en mi consulta para ganar racionalidad es la de fijarse en personas que se caracterizan por su fuerza y buena salud mental. Se trata de observarles, de estudiar su manera de pensar para aprender por modelaje. Los entrenadores profesionales saben que una de las mejores técnicas de enseñanza es el modelaje, esto es, observar la ejecución de buenos atletas para que el cerebro de los aprendices capten de forma inconsciente lo que hace el experto. Se aprende mucho mejor observando a un gran jugador de tenis jugar que recibiendo explicaciones de cómo realizar los golpes. Al parecer, tenemos todo un grupo de neuronas en el lóbulo prefrontal (la zona de la frente) especializadas en aprender por modelaje, simplemente observando una y otra vez. Esas neuronas después repiten los impulsos nerviosos que llevan a que los músculos hagan los movimientos deseables.
El modelaje también nos servirá para aprender a cambiar el chip mental. A continuación, hablaremos de auténticos campeones de la racionalidad, gente verdaderamente fuerte a nivel emocional. Ellos serán nuestros modelos y haremos bien en intentar pensar siempre como lo harían ellos. Personas como Stephen Hawking o Christopher Reeve —alias Superman— nos enseñan que es posible sentirse bien en prácticamente cualquier condición, porque el ser humano es así. La mente es flexible y ahí está la clave del bienestar emocional. Recordemos que el origen del neuroticismo está en una valoración constantemente terribilizadora de muchas situaciones cotidianas. Los personajes de los que hablaremos nos enseñan a no terribilizar ni siquiera en situaciones que la mayoría consideraría dramáticas. En nuestras circunstancias, que no suelen ser tan difíciles, ¿cómo no vamos a ser capaces de alcanzar la realización y el bienestar emocional?
¡Quejarse es una pérdida de tiempo! Stephen Hawking nació en Oxford, Inglaterra, en 1942, y en esa misma ciudad completaría toda su formación, incluida la universitaria. Hawking era un veinteañero de clase media con unas grandes aptitudes para las matemáticas, un estudiante muy bueno, aunque no el mejor de su promoción. No era el típico genio infantil. Nada hacía pensar que llegaría a ser, más tarde, uno de los mejores científicos del siglo XX. De hecho, en el campus era famoso, más que por su habilidad para la ciencia, por el buen saque que tenía con la cerveza negra.
Pero entre gamberradas y fiestas estudiantiles, Hawking fue aprobando los exámenes hasta llegar al último de la licenciatura. Aquella Navidad sus padres celebraron el éxito de su hijo en la cena de Nochevieja. Además, había conseguido —por los pelos— ser aceptado en la otra gran universidad de Inglaterra, Cambridge, para iniciar sus estudios de doctorado en… ¡nada menos que Cosmología! —Voy a abrir esta botella que tenía reservada para este momento. ¡Por Stephen! —dijo su padre. Sirvió a los que tenía al lado y le pasó la botella a su hijo al otro lado de la mesa. Stephen la agarró y se dispuso a llenar su copa. De repente, se dio cuenta de que no podía mantener el pulso, la botella le temblaba en la mano y sólo pudo llenar un tercio del vaso.
El resto fue a parar al mantel, que quedó teñido por una espesa mancha rojo oscuro. Todos enmudecieron, pero su padre, rápido, exclamó: —¡Copas en alto! ¡Por Stephen! —y todos brindaron al unísono disimulando su preocupación por la falta de coordinación del chico. Aquella misma noche, el padre de Hawking, que era médico, hizo prometer a su hijo que acudiría a hacerse unas pruebas a Londres. Y es que, durante aquel año final de licenciatura, Stephen había empezado a experimentar extrañas dificultades motoras que iban en aumento: se tropezaba con los muebles, hablaba con menor claridad y le costaba acertar con la llave en la cerradura. A las pocas semanas, los médicos le anunciaron que tenía una enfermedad muy rara, esclerosis lateral amiotrófica (ELA).
Este problema genético produce la degeneración de toda la musculatura voluntaria del cuerpo y suele conducir a la muerte en dos o tres años. Recién acabada su licenciatura, con toda la vida por delante, Hawking supo que estaba sufriendo una parálisis irreversible y que su vida iba a acabar muy pronto. El mismo Stephen Hawking explica que, de todos modos, fue a Cambridge a iniciar su doctorado, pero cayó en una depresión muy profunda. Durante varias semanas, se encerró en el cuarto de su residencia universitaria. Sus padres, sus amigos y sus profesores intentaban ayudarle, pero el muchacho se negaba a ver a nadie. Estaba pasando por las típicas fases del duelo.
Se preguntaba: «¿Por qué me sucede esto a mí?». Se enfadó con el mundo por su crueldad e incluso se negaba a creer en su diagnóstico. Su mundo interior era una tormenta de miedo y ansiedad, con grandes olas de rabia y desesperación. Pero una mañana helada de aquel invierno inglés, Hawking se levantó de la cama, y con profundas ojeras bajo los ojos, se miró al espejo, y dijo: «¡Basta!». Y no se lo dijo al universo…, ni a los médicos… ni a su enfermedad. Se lo dijo a sí mismo, ¡a su mente! Aquel joven estudiante se juró a sí mismo que no iba a desaprovechar los pocos años que le quedaban quejándose. Iba a hacer algo valioso y a disfrutar del proceso.
Mucho tiempo después, él mismo explicó que durante aquellas semanas de convalecencia emocional, construyó una nueva filosofía personal que se podía resumir en: «Quejarse es inútil y una pérdida de tiempo. Aun cuando me falte toda la movilidad tendré muchas cosas maravillosas que hacer. Sin ir más lejos, investigar el Cosmos». El joven Hawking se afeitó, se duchó y salió de su cuarto. Cuando traspasó la puerta principal de su residencia, un antiquísimo edificio donde antes habían habitado estudiantes ilustres como sir Thomas Newton, su mirada era nueva, sus ojos centelleaban con un brillo desconocido. Iba a aprovechar cada minuto que le diese la vida, como un regalo. A los tres años justos, Stephen, bastón en mano, acababa su doctorado con uno de los mejores trabajos de la historia de la cosmología. Sus profesores, científicos de primera línea mundial, se quedaron boquiabiertos. Ahí estaba, por primera vez, la teoría matemática del inicio del Universo, el Big Bang.
Algo que estaban buscando los mejores científicos del mundo. ¡Y la había desarrollado un estudiante! Eso era simplemente… increíble. Sobre aquel período, Stephen diría: «El truco fue que me puse a trabajar en serio por primera vez en mi vida y vi que me gustaba hacerlo». Stephen Hawking había dejado asombrada a la comunidad científica por el alcance de sus investigaciones. Con una capacidad de análisis sin igual, sus teorías explicaban la formación y estructura del Universo de una forma nítida. Sus explicaciones ampliaban los hallazgos de Einstein y nos dibujaban, por primera vez, cómo era el cosmos, los agujeros negros, la luz, el tiempo… Montones de conceptos explicados en cadena, por primera vez en la historia de la cosmología. Conceptos que, en realidad, sólo unos pocos podían llegar a entender, y éstos, sólo de forma superficial. De la noche a la mañana, se convirtió, como dijo un periodista inglés, en Máster del Universo. Tras ese primer éxito y con un puesto de catedrático de Física Teórica en el bolsillo, Stephen Hawking se casó con su primera mujer y enseguida tuvo dos hijos.
Mientras tanto, la enfermedad seguía su progresión condenándolo a la silla de ruedas. Extrañamente, al margen de la parálisis, su estado físico general era bueno y su vida no corría peligro, pero fue perdiendo movilidad hasta que sólo le quedaron sanos los músculos de los dedos de las manos. Cada vez que Hawking se daba cuenta de un nuevo avance de su parálisis, se decía con firmeza: «¡Quejarse es una pérdida de tiempo!». Con el transcurso de los años, Stephen Hawking ha seguido investigando, acumulando premios y reconocimientos. Ha publicado un libro, Breve historia del tiempo, que ha vendido más de diez millones de copias en todo el mundo. Pero para muchos, lo más valioso de este hombre de sólo cincuenta kilos de peso encasquetado en una enorme silla de ruedas, es su positividad, su mensaje sobre la felicidad.
En el verano de 2009, Hawking acudió a Santiago de Compostela a recoger un premio por su trayectoria científica. A continuación, transcribo un pequeño fragmento de una entrevista que le hicieron, en aquellos días, para La Vanguardia: En 1963 le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica. A pesar de ello, usted ha seguido con una brillante carrera como investigador. ¿Cuál es el truco? No tengo nada positivo que decir acerca de la enfermedad motora que padezco, pero sí que me enseñó a no compadecerme, porque hay otros peor que yo, y porque yo pude seguir con lo que quería hacer. Quejarme sería inútil y una pérdida de tiempo.
Es verdad, además, que ahora soy más feliz que antes de desarrollar este mal. Yo le diría a toda la gente que lo está pasando mal que hay salida de cualquier agujero negro… porque no hay peor agujero que éste en el que yo vivo. Mis expectativas fueron reducidas a cero cuando tenía 21 años. Los médicos me diagnosticaron una enfermedad que, en la mayoría de los casos, concluye con el fallecimiento del paciente. En concreto, me dijeron que no acabaría con vida mi doctorado y desde entonces, todo me parece un extra. Aquél fue mi período oscuro, sufrí una depresión, me preguntaba por qué me tenía que pasar esto a mí, pero finalmente decidí seguir viviendo y luchar. Conocí a mi primera esposa, tuve hijos y acabé mi doctorado con un trabajo que sentó las bases matemáticas del Big Bang. Pasé de sentirme lo más bajo a ser un héroe. Y hasta el día de hoy, Stephen Hawking sigue sintiéndose un héroe de su propia vida. En ocasiones, sufrimos porque no tenemos pareja, hijos, un trabajo seguro, no somos tan guapos o listos como quisiéramos… y, entonces, en mi consulta leemos esta entrevista y nos preguntamos: «¿Qué nos diría Hawking si te tuviese delante ahora mismo?, ¿qué te diría acerca de los hándicaps de los que te quejas?»
En este capítulo hemos aprendido que:
1. Incluso estando paralizado podríamos tener una vida emocionante. 2. Se trata de «no quejarse» y fijarse en lo que sí podemos hacer. 3. Si me pregunto: «¿Que me dirían Hawking o Reeve de mis quejas?» obtendré una buena corrección a mis terribilizaciones.